Por: Juan Carlos Botero Zea; Columnista invitado.
Hemos matado el aburrimiento. Hoy los jóvenes cada vez se aburren menos, porque tienen a mano un dispositivo que les proporciona distracción 24 horas al día, siete días a la semana. Y es una distracción espectacular.
Lástima. Porque el aburrimiento no es malo. Al contrario: despierta la curiosidad y la creatividad, y también el apetito por la lectura, justamente para combatir el tedio. Pero el celular o la tableta que el joven lleva consigo abole la molestia, porque le ofrece un entretenimiento variado, a su gusto y medida, y de fácil consumo.
Hemos cambiado la naturaleza del ocio. Y de nuestras distracciones. Antes el ocio requería cierto esfuerzo. Dirigirse a la sala de cine; ir al estadio o al concierto; llegar a la biblioteca e invertir tiempo en leer un libro, seguir la trama en la mente y vivir la historia. Ya no. El ocio antes era exigente; hoy es pasivo, porque el contenido llega directo al consumidor, sin que éste tenga que salir de su hogar, y además llega procesado y masticado.
Eso, a fin de despertar la curiosidad, es nefasto. Porque la persona no se tiene que esforzar ni se tiene que mover del sofá: basta con pulsar un botón para que las imágenes le pasen por encima como las olas del mar.
Además, estamos viviendo una época gloriosa del cine y la televisión, de calidad excepcional y producción magistral, y por eso cada vez es más difícil convencer al chico de cambiar el videojuego o la película o la serie por un libro.
Más aún, ante la facilidad del consumo, sentarse durante días a leer una novela parece una actividad tediosa. Y peor aún: obsoleta.
Todo esto trae graves peligros, desde luego. Porque hoy un joven lleva el mundo en el bolsillo. Tiene acceso a cada canción, concierto, deporte y noticia. Todo lo bueno de la humanidad. Y también todo lo malo. Basta pulsar una tecla para consumirlo, y a menudo lo hace sin la madurez para entender y asimilar el contenido. Por eso la cantante Billie Eilish decía que haberse sumergido en la pornografía antes de tiempo le destruyó la mente.
Repito: es una lástima. Porque no se trata de idealizar el pasado, pero antes el joven, para derrotar la monotonía, salía a la calle. A jugar. Y al hacerlo aprendía reglas y dinámicas sociales sin saberlo: cómo crear alianzas; cómo descifrar jerarquías en los grupos; cómo construir relaciones y conquistar parejas y amistades. No en vano el columnista del New York Times, David Brooks, decía que se aprende más de la vida en la cafetería del colegio que en la biblioteca.
Hoy los dispositivos eliminan todo eso. Por eso se ve a los chicos en la mesa de un restaurante y cada uno tiene el rostro pegado a una pantalla. No hablan entre sí, y tampoco están aprovechando para aprender lo que es vivir en comunidad. Están distraídos, sin duda, pero no están descifrando las cosas más valiosas de la vida, ni se están preparando para las etapas que vendrán.
La naturaleza ha sembrado en el código genético de cada mamífero el deseo de jugar, y mediante el juego descubrimos y practicamos las enseñanzas que luego usaremos para combatir, amar, defendernos, y forjar alianzas y amistades.
Estamos renunciando a ese aprendizaje. Y eso nos ha empobrecido como especie. Porque hemos cometido el crimen de matar el aburrimiento. Lo cual es una lástima. Y peor todavía: una tragedia.
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