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LA FIESTA

Por Juan Carlos Botero Zea; Columnista invitado


Hace más de 20 años escribí un cuento titulado La fiesta. Es el relato de un niño que se esconde para espiar a los invitados que llegan a la cena que han organizado sus padres en la hacienda colonial donde viven, en las afueras de Bogotá.



Los ojos del niño registran todo como una cámara de cine y atisban los vestidos largos de las damas y los trajes de corbata negra de los caballeros, el comedor con sus mesas cubiertas de manteles y las copas que brillan bajo las arañas de cristal, los meseros que sirven manjares en bandejas de plata y los comensales que charlan felices.


Es el mundo que conocí de joven y describo en detalle el ambiente de esplendor, el trato de los invitados con el servicio de la casa, los destellos de las joyas y la opulencia de los ricos.


El niño de 10 años observa la fiesta con la inocencia de su edad, se oculta entre los arbustos y se acerca lo más que puede para espiar el fascinante mundo de los adultos, que le recuerda tanto al cine.




El momento estelar de la noche es el espectáculo de fuegos artificiales y los invitados se divierten lanzando globos, sirenas, voladores y luces de bengala.


La lluvia los obliga a buscar refugio en la terraza de la mansión, cuando un invitado, bastante ebrio, enciende un volador justo debajo del techo salidizo. El proyectil pega y rebota contra el suelo, queda atrapado en la terraza despidiendo un chorro de chispas entre la gente que grita y por último aterriza entre las cajas amontonadas de la pólvora. Tras un segundo de suspenso, la pólvora explota con la detonación de una bomba. Y el mundo tan fino y elegante que el niño había divisado estalla en pedazos, dejando heridos y moribundos, las ventanas destruidas y las copas y las bandejas y las prendas y todo lo demás hecho añicos.


El cuento está inspirado en hechos reales y siempre sentí que esa anécdota captaba el desenlace de la élite de entonces.


Esta, a mi juicio, se suicidó, pues en vez de liderar un proceso de cambio y modernización, de equidad y justicia social, prefirió proteger sus bienes y privilegios, y nunca estuvo a la altura de su reto histórico.


Por ceguera y codicia, esa élite tan indolente se negó a compartir su poder con el resto del país y el desarrollo la borró de la faz de la Tierra.



La gran lección es esta: el pueblo no se puede marginar impunemente. Y si la clase dirigente carece de la ilustración y de la empatía para abrir el espacio político y aceptar otras fuerzas y otras voces, el pueblo lo termina haciendo de una forma u otra. A las malas, como en una revolución, o a las buenas, como pasó con la reforma constitucional de 1991 y con el triunfo reciente del Pacto Histórico.


Pero falta mucho todavía. ¿Aún hay fuerzas que se oponen a la paz y al bienestar de grupos marginados? Sin duda. ¿Siguen existiendo élites y monopolios del poder en el país? En efecto e incluso la desigualdad ha empeorado. Pero nuestra democracia es cada vez más amplia y participativa, y comienza una nueva era en Colombia.


¿Cómo será aquella era? No conviene juzgar a priori; con base en hechos aplaudiré aciertos y criticaré errores. Pero si una fiesta se acabó, otra empezó y es una verdadera celebración popular. Así que abran la pista y que suene la música, y por ahora gocemos de este momento tan sabroso.




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