Por Brigitte Baptiste Ballera; Columnista invitada
Lo más paradójico que podría pasarle al sistema universitario colombiano sería que perdiese su diversidad única, producto de una historia particular de políticas estatales (probablemente más malas que buenas) y una respuesta social que complementa la función pública educativa con un esquema de delegación en organizaciones de la sociedad civil cimentado en la autonomía, pero que, a diferencia de lo que piensan muchos, no es un negocio: en nuestro país la universidad privada está ante todo obligada a ser próspera y eficiente, pues todos los recursos que se generan por su administración deben ser reinvertidos dentro de un contexto vigilado de calidad, incidencia social y construcción de equidad.
Es cierto que las malas prácticas de algunas instituciones de educación superior generaron hace unos años ese triste concepto de “universidades de garaje”, creadas para catapultar aspiraciones electorales o esquilmar ingenuos, pero también hay muchas cosas que hace rato huelen feo en lo público.
Nadie tiene el monopolio de la virtud, lo sabemos, y por eso todas las instituciones educativas debemos revisar a profundidad nuestra vigencia, relevancia y capacidad de compromiso con la causa común que requiere afrontar la crisis climática, el paso al posextractivismo y la bioeconomía, la regeneración de la biodiversidad y la construcción de sostenibilidad dentro de los parámetros de la democracia.
Algunas instituciones, por ejemplo, creemos en el emprendimiento como mecanismo de innovación, otras en la formación técnica, en modelos más humanistas o con una perspectiva ético-religiosa o ideológica definida, todo lo cual dota a la universidad colombiana de una gran diversidad y potencia.
Sin duda, todas las universidades privadas se podrían convertir en públicas para formalizar esa expectativa populista de quienes creen que educar es adoctrinar en lugar de construir ciudadanías diversas y críticas.
Con ello también se destruiría una capacidad mixta construida por décadas e incluso siglos, y confío en que esa no sea la perspectiva del Gobierno actual: la Universidad, con mayúsculas, también está en transición, como toda la sociedad, y necesitamos la multiplicidad de experimentos formativos que representa si queremos que emerja un nuevo modelo.
El liderazgo en investigación y docencia de las grandes universidades públicas, que debe ser apoyado, arrastra hoy, por ejemplo, con pesos burocráticos reconocidos y con el desprestigio de muy malos gestores en instituciones regionales que han construido clientelas para abusar del erario, mantener la rosca y garantizar su influencia en la feria de contratos y prebendas.
Los estudiantes, que ya no son solo adolescentes, deben defender el acceso abierto a la mejor educación que creen necesitar, no la que un gobierno o un solo grupo de interés disponga de manera obligatoria, porque los retos del presente son de toda la sociedad y requieren diversas aproximaciones.
Por ejemplo, no necesitamos inflar nuestra reputación trabajando solo con “los mejores”, ese odioso concepto dudosamente asociado con la calidad que también ha llevado a la contratación de expertos en hacer publicaciones indexadas para empujar los rankings a costa del rigor de la revisión por pares.
Colombia necesita una reforma al sistema universitario basada en la transparencia y las cuentas claras, exactamente igual que en el caso de las EPS o los fondos de pensiones, donde no hay un único modelo; ojalá los movimientos estudiantiles ayuden a reflexionar con rigor y cuidado todas las alternativas.
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