Por Brigitte Baptiste Ballera; Columnista invitada
En el pugilato electoral que se avecina en Colombia muchos partidos y movimientos buscan construir listas seductoras de candidat@s a partir de la inclusión de personas cuyas identidades representen vínculos reales o simulados con potenciales votantes.
La discusión no se da en las cabezas, que retienen o ratifican los liderazgos más convencionales, pero a partir del segundo renglón toda la fauna y flora humanas aparecen, a veces con la genuina intención de atraer visiones alternativas para abordar los problemas de la comunidad, pero más a menudo para parecer políticamente correctos y capturar ingenuos o despistados.
El primer aspecto a considerar en las listas, ya establecido por norma, es la paridad, y está bien, es necesario garantizar la participación de mujeres, las grandes excluidas del poder en los Concejos Municipales y Asambleas Departamentales.
Ahora, si la cosa fuese más justa, un porcentaje de esas mujeres y hombres deberían ser trans, algo que ya comienza a incomodar, pero dado que estamos hablando de menos del 1% de la población, no debería resultar atemorizante, así las feministas de derecha se sientan biológicamente suplantadas.
El tema afro, indígena o migratorio siempre se ha complicado con los mestizajes, afortunados porque las identidades humanas son infinitas y no hay manera de construir un algoritmo preciso de cada una, pero complejo para la acción afirmativa.
Señalar la diferencia puede convertirse fácilmente en un nuevo mecanismo de exclusión o de lavado de conciencia y propaganda: la construcción de identidades, que es un producto natural de la evolución cultural y se puede vincular con la reivindicación de derechos, en especial si las categorías eran invisibles o inexistentes hasta el presente, representa un reto político gigantesco: la gobernanza se convierte en pesadilla, como está ocurriendo, si cada quien, por ser único, reclama un estatuto particular para su participación.
El despliegue de procesos identitarios y la interseccionalidad que conllevan las transformaciones inevitables de lo humano no hará más que crecer, pero, aunque esperamos quedar pronto libres de todo marcador biológico o de sangre, que ya no significan nada a la hora de hablar de derechos, existen deudas históricas que hay saldar con equidad y justicia.
En las últimas elecciones estatales en México las organizaciones de derechos de las personas trans denunciaron 17 candidatos hombres que se habían presentado como mujeres para tener mayor visibilidad, pero cuando fueron confrontados se mostraron incapaces de defender su apuesta identitaria y mucho menos, una agenda política consistente con ella, que es lo que se espera de cualquier afiliación biocultural.
Al fin y al cabo, elegimos boyacenses en Boyacá, sin pedir prueba de sangre, porque el terruño importa y elegimos víctimas del conflicto armado con la ilusión que nos ayuden a trazar el camino de la paz y la reconciliación.
Elegimos actrices o actores por su popularidad y don de gentes, lo mismo que grandes deportistas con la expectativa de que sean buenos gestores en su campo, algo que no siempre funciona.
La peor marca, sin embargo, es la de los corruptos, a menudo la más clara y curiosamente, atractiva: elegimos y reelegimos políticos convictos o ciudadanos abiertamente ineptos, con lo cual damos a entender que, si han de ganar, es porque los sostienen sus mayorías, una triste inferencia estadística acerca de la verdadera identidad de l@s colombian@s.
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