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LGBTIQ+

Por Brigitte Baptiste Ballera; Columnista invitada


En Bogotá, marchamos más de 100.000 personas para llamar, una vez más, la atención sobre los derechos de la diversidad sexual, de género y de familia. Gente diversa, como la vida.



Mucha más que en las lánguidas manifestaciones en pro o contra del actual gobierno, y en todas las grandes ciudades de Colombia: un despliegue teatral, de colores y expresiones innovadoras de lo que nos está pasando como humanidad.


Millones en Nueva York, San Francisco, Madrid. Nada en Moscú ni Pekín ni Doha ni Nairobi, síntoma claro de que la noción de libertad sigue siendo muy distinta en diversas partes del planeta y una advertencia para quienes coquetean con los regímenes autoritarios con cualquier excusa. No sé si algo pasó en Caracas, y no digo más.


La clave del éxito de las marchas de las diversidades es el reconocimiento profundo de la condición humana en su búsqueda de sentido, que no se agota en la agenda programática de ningún partido o congregación, tampoco en los abrevaderos místicos.



Queremos ser sujeto de nuestros propios gestos creativos y asumir la historia con nuestros cuerpos, sin guerra: nada más pacifista que la unión de disidencias del género, una categoría arcaica utilizada hasta hace poco para definir los roles de alguien en el mundo, un dispositivo cultural primitivo que fue vital por miles de años para garantizar la reproducción biológica de los humanos y sus genealogías racistas, pero que ya es innecesario.


El género permanece hoy solo como conjunto de cualidades identitarias eróticas constructoras de comunidad, reemplazando el pegamento obligatorio y doloroso “de sangre” que permitió la expansión del machismo, la peste cultural y pandémica más acendrada de nuestra especie y que sigue activo en manos de monarcas y patriarcas de toda índole, incluidas muchas mujeres.


Las décadas que vienen verán crecer las expresiones de la diversidad en niveles insospechados: la tecnología viene a sumarse a la construcción de las nuevas identidades, que se moverán entre los pluriversos, sin dejar de ser responsables y cuidar el mundo.



Porque la transformación sexual de la humanidad significa una profunda modificación de todas nuestras relaciones ecosistémicas y evolutivas, un ensayo diferente e insospechado para habitar la crisis climática en la medida que replanteamos el rol de todas las entidades con las que compartimos mundo, sean orgánicas o no.


La potencia de lo queer es precisamente su disposición a tejer una nueva inteligencia emocional entre los humanos y los no humanos, incluidas las máquinas que, sin ello, tal vez nos devoren: defender la vida en el planeta antropocénico requiere una reinterpretación de lo que somos como especie, en la cual seguramente nos veremos enfrentados como nunca a varias rupturas culturales profundas.


Quienes abracemos el mundo cyborg nos distanciaremos de quienes renieguen de la hibridez que viene y se refugien en el reduccionismo biológico que ya se ve en los feminismos o ambientalismos esencialistas.



La ventaja, no hay conflicto, solo bifurcación, una más en la larga historia de la vida en el planeta, que podría llevarnos otros miles de años hacia el futuro.


La tarea urgente es salvaguardar las visiones complejas del universo y las prácticas ecológicas asociadas de todos los habitantes del mundo, sean las nuevas tribus urbanas emergentes, las etnias aporreadas y dispersas cuyas lenguas y modos de vida debemos garantizar, o el conocimiento ancestral y liberal de Occidente (llamado ciencia), pues en esa diversidad están las claves para regenerar y diseñar el planeta B, la Tierra del final del siglo, justo donde el abecedario de la diversidad sexual se le agota a la Senadora Cabal. Por eso necesitamos la Ley Trans, ya.



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