Por Juan Carlos Botero Zea; Columnista invitado
Seamos honestos: ¿cuál es el rasgo distintivo de la sociedad colombiana?
Cada uno responderá de acuerdo a sus vivencias y convicciones. Y yo mismo, en otro momento de la vida, habría contestado de otra manera. Pero basado en lo que he visto en los últimos años en el país, para mí la respuesta que más se acerca a la realidad se resume en una palabra: exclusión.
No es un fenómeno nuevo. Viene de tiempo atrás. De la Conquista y la Colonia, y de cada época siguiente hasta nuestros días. Antes, la exclusión era ruidosa y se aplicaba a la fuerza, resonante en el latigazo al indígena y en el tintineo de cadenas del esclavo.
Y las próximas generaciones heredaron la costumbre, creyendo que era normal y válida, y más cuando la exclusión se traducía en bienes y ventajas para quienes definían las jerarquías sociales, para quienes excluían.
Ahora la exclusión es menos sonora pero no por eso es menos real. Ni menos violenta. Se nota en la desigualdad que domina nuestra sociedad: en los pocos que gozan de la mejor salud, de los altos ingresos, de la seguridad, de la educación, de buenas viviendas y servicios. Y también se nota en los millones sin acceso a la salud, a la seguridad, a la educación, al trabajo digno y a una vivienda decente.
No niego que el país ha progresado en las últimas décadas. Y mucho. Y más en términos de movilización social. Pero no nos engañemos: la negligencia del gobierno anterior y la pandemia borraron gran parte de ese progreso, y ahora tenemos un país marcado por la inequidad, donde pocos gozan de casi todo, y muchos gozan de casi nada...
Pero no es sólo un asunto de condiciones económicas, sino de cultura. De vivir en un país violentado por la intolerancia y la negación al bienestar. Donde se excluye por odio, por prejuicios, por misoginia, por pensar, rezar o amar de modo “equivocado”, por obtener bienes materiales o poder político. Se excluye por centralismo, por racismo, por el acento de la lengua o el color de la piel.
Esa exclusión lleva a que millones vivan en la pobreza, y a que mueran 6.402 inocentes, convertidos en falsos positivos.
El problema es éste: quienes se benefician de la exclusión tienen vidas demasiado diferentes de quienes son excluidos, de quienes no tienen el mismo acceso al bienestar. En Europa, por ejemplo, el rico y su empleado toman el mismo metro, y caminan por las mismas calles, y van al mismo parque, y hasta pueden coincidir en un paseo.
En Colombia no. La vida del rico y la del empleado no son distintas. Son opuestas. Sus hijos no van al mismo colegio, ni tienen la misma salud, ni coinciden en el bus ni en nada. Para una democracia eso es funesto. Porque no hay un destino compartido entre los habitantes del mismo país. Ni metas comunes. Se produce una sociedad de extraños, sin los vínculos de hermandad que deben existir en toda nación.
Hay un cuadro de Salvador Dalí con un crío que toma el extremo del mar y lo levanta como si fuera una alfombra, y revela debajo a un perro que duerme. Si levantamos la alfombra de nuestra sociedad, ¿qué vemos?
La bestia inmunda de la exclusión, que gruñe y vocifera que el país y sus bienes le pertenecen a unos y no a otros. Y muchos desean que esa división se prolongue, para perpetuar un orden social basado en la inequidad.
Depende de nosotros si lo permitimos o no.
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