Por Juan Carlos Botero Zea; Columnista invitado
Con el paso del tiempo, y con la acumulación de hojas del calendario, empieza uno a entrever que el desenlace de la vida no puede ser sólo envejecer sino, con suerte, madurar. Y si es posible, madurar bien.
Son cosas muy distintas. Envejecer es natural. Madurar es un arte. Se puede lograr lo uno sin lo otro, como el joven que ha madurado antes de tiempo, debido a las durezas de la existencia, y el fulano que ha envejecido mal y sin madurar, sin alcanzar un mínimo de sabiduría.
Pero quien logra sortear con éxito y cierta dignidad el implacable paso del tiempo, puede aumentar de años sin perder el gusto por la vida, y sin perder la fascinación ante las cosas más valiosas y sencillas, como el abrazo de un amigo, el milagro del agua o la risotada de un niño.
Envejecer es inevitable, y es evolucionar sin remedio hacia la rigidez. La rigidez corporal, el endurecimiento de los músculos y la pérdida de la flexibilidad, pero muchas veces eso viene acompañado de la rigidez espiritual y de carácter. Es la persona que pierde el hambre de conocer y la indispensable capacidad de asombro.
Madurar bien, por el contrario, consiste en mantener la flexibilidad en todas las áreas, en la del cuerpo, si es posible, pero también en la mente y en el alma. Conservar la mente abierta, preservar vivo el deseo de descubrir cosas nuevas, enriquecer la cabeza y el corazón para que no suceda lo que señaló Andrés Caicedo: “Ya no estás creciendo. Te estás pudriendo”. Insisto: madurar bien es un arte, y el objetivo es tratar de ser, cada día más, una mejor persona.
Suena obvio y tonto. Lo sé. Pero si no todos lo logran quizás no es lo uno ni lo otro, pues toca combinar el más y el menos. Hacer más de lo bueno y lo apetecible, y menos de lo malo y lo aborrecible, y tratar de mantener cierta frescura intelectual, emocional y espiritual.
Ser más generoso, por ejemplo. Más atento. Más cordial. Más lucido. Más interesado en lo que sucede a nuestro alrededor. Más despierto. Más detallista. Más informado. Más empapado de opiniones y perspectivas diferentes. Más limpio. Más bondadoso. Más refinado. Más elegante, y no me refiero al atuendo, desde luego, sino a la conducta. Más dispuesto a escuchar que a hablar. Más devoto, y tanto a la pareja y a la familia como a las creencias espirituales, al anhelo de trascendencia y a fortalecer el alma, sin que eso tenga nada que ver con una religión organizada. Más afectuoso. Más curioso. Más tolerante.
Y ser menos, por supuesto. Menos egoísta. Menos avaro. Menos duro. Menos materialista. Menos desinformado. Menos ignorante. Menos egocéntrico. Menos conforme, y no sólo en cuanto a la situación personal sino en cuanto a la situación mundial y a la de nuestros semejantes, quienes sufren mucho más que uno. Menos indiferente. Menos indolente. Menos cruel. Menos estrecho de pensamiento. Menos insensible. Menos impaciente. Menos tolerante a que las cosas sin importancia ocupen un lugar de importancia en el corazón y en la mente.
En verdad no sé si todo esto es posible. Quizá no se trata de lograr cada una de estas metas al ciento por ciento. Quizá lo que importa es que sean metas aspiracionales, que nos jalonan hacia adelante y, con suerte, en la dirección correcta. Que nos obligan a hacer más de lo que podemos, y a ser más y mejor de lo que somos.
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