Por Juan Carlos Botero Zea; Columnista invitado
Cada colombiano tiene que ver el documental El testigo-Caín o Abel. Y lo tiene que ver ya, porque se trata de un testimonio elocuente y desgarrador, que revela la magnitud de la violencia nacional, y ante todo sugiere su terrible inutilidad. Y ésa es la peor tragedia de todas.
El documental muestra la trayectoria del fotógrafo de guerra Jesús “Chucho” Abad. Narrado por él mismo, como testigo del horror, la historia es contada mediante un puñado de fotografías que este maestro ha tomado de miles.
Vemos muchas a lo largo de la filmación, pero las principales son unas pocas que Abad utiliza como capítulos de una narración.
Cada imagen, además de ser hermosa y lacerante, capta la totalidad, y a la vez la complejidad, de la tragedia de Colombia.
Este señor ha tenido el valor de ir a las zonas de conflicto y examinar el horror de frente, sin apartar la vista y dispuesto a retratar la demencia de la violencia nacional, pero acompañado de una enorme dosis de poesía y sabiduría estética.
Cada fotografía es una obra de arte, que comunica el infierno que hemos vivido y la insensatez de la violencia. Porque lo peor es comprobar la futilidad de esta tragedia tan honda y vasta, pues no se trata del sacrificio de un pueblo al luchar por la justicia o la equidad, o para derrocar a un tirano y conquistar la libertad. Es un sufrimiento colosal con miles de muertos, desplazados, heridos y mutilados, totalmente en vano.
Son 60 años de guerra civil, 220.000 muertos, 8 millones de víctimas y ríos de ataúdes. Campesinos desplazados y masacrados, gente indefensa enterrando a su familia, tantos rostros de llanto infernal. Mujeres embarazadas torturadas, niños y críos de meses brutalmente asesinados. Una foto de Abad capta un letrero que dice: “La guerra la perdemos todos”.
El documental es magistral. El testimonio de este fotógrafo valiente e íntegro, dotado de una humanidad a prueba de fuego, y sus imágenes hermosas y escalofriantes, parten el alma. Pero lo más asombroso es que Abad busca, años después, a los protagonistas de sus fotografías, como el niño que viste a los muertos, o la chica a quienes los paras asesinan a su papá en San José de Apartadó y luego se vuelve guerrillera de las Farc, y los encuentra para preguntarles por sus vidas, y qué opinaron de esas fotos que fueron portadas de revistas y primeras páginas de diarios nacionales y mundiales.
Y así va contando su historia, nuestra historia, tragedia tras tragedia, incluyendo las masacres de Granada, Antioquia, y el horror de Bojayá con sus 79 muertos, entre ellos 45 niños. Es un inmenso baño de sangre donde narcos, guerrilleros, paramilitares, soldados y policías hacen correr la sangre de gente inerme. Todas víctimas de una violencia lunática e inútil. Aun así, al concluir la filmación, queda un mensaje y una esperanza: el perdón y la reconciliación son posibles.
Lo cierto es que todo colombiano tiene que ver este documental, porque muchos todavía insisten en que volvamos a la guerra, que rechacemos un proceso de paz por sus imperfecciones, descartando todo lo que se ha logrado, para que la sangre siga corriendo. Cuesta creer que esta gran moraleja nacional, que tanto nos ha costado, sigue sin ser aprendida. Y esto nos recuerda lo que escribió T. S. Eliot: “Tuvimos la experiencia, pero se nos escapó al lección”.
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